Jueves, de Juan Gelabert












CARLOS X. ARDAVÍN TRABANCO [mediaisla] Resulta reconfortante comprobar que existen poetas como Juan Gelabert, que persisten en la ardua brega de construir con palabras el misterio de la vida y del amor, la torre invicta de la poesía.
Leer poemas en días lluviosos es una sana y hermosa costumbre. Parecería como si los versos leídos al susurro del agua en las ventanas adquiriesen tonalidades más profundas, más íntimas y significativas. O como si las metáforas y las imágenes, los ritmos y hasta los temas dejaran en nosotros una indeleble huella y el sosiego de una melodía que en días soleados apenas percibimos. Y es que la melancolía que convocan los poemas de Jueves de Juan Gelabert se presta de forma plena a los luengos días otoñales en que me han sido por vez primera revelados.
Jueves: día mayormente aciago y triste en las composiciones de este joven poeta dominicano que, junto a Noé Zayas, llevó por años el timón de la editorial Ángeles de Fierro. Día consagrado al pensamiento y la memoria del amor, al sueño perturbador de esa muchacha misteriosa cuya evocación se reitera a lo largo de las páginas de este poemario, tan lleno de felices aciertos líricos, de notas que revelan una recóndita pasión, un existir nervioso que sólo a través del conducto de la poesía se atreve a decir su nombre. Nombre que es múltiple y diverso, ajeno a veces al paso del tiempo, otras sumido de lleno en los estertores del tránsito fugaz y de la agitada vida actual.
El yo poético se muestra casi siempre como una entidad escindida, fragmentada y en ocasiones dominada por el pesimismo y la añoranza. Es un yo solitario, cansado de sí mismo: “Que cansancio se siente cuando se está solo”, asevera el primer verso del texto que abre este poemario (“Árbol jueves de un yo cualquiera”). No obstante, este rasgo primordial, el yo del poeta no asume de forma plena su aislamiento, su encierro y devastación; en muchas ocasiones se abre a las efervescencias de la realidad cotidiana y circundante, mostrando toda la crudeza y fealdad que la define: “porque la cotidianidad es triste e imperfecta”.
En estos momentos, la muerte aparece como núcleo temático, como vector a través del cual el recuerdo se ejercita: “Que muerte más muerte la del muchacho de la esquina acribillado frente a su madre, jugaba a ser travesti todas las mañanas, ahora yace desnudo tirado en el fango sin sus sandalias color rosa”. La brutalidad de esta muerte, su tosquedad estética (las sandalias rosas enfangadas, sucias y ennegrecidas) describen una realidad grosera y vil, antilírica, frente a la que el poeta se rebela con el artificio de su lenguaje, la única arma que posee para enfrentar la miseria espiritual del pequeño mundo en que habita. Se trata de una lucha contra lo que él mismo denomina “el tirano”: tiranía de la incomprensión ante la belleza de la carne y el deseo, en este caso particular; tiranía que se hace omnipresente y prepotente a lo largo del poemario: la presencia de la muerte es, simplemente, avasalladora, obsesiva, igual en tardes de lluvia que en anocheceres de jolgorio. Ese muchacho muerto injustamente reaparecerá en varios poemas, vivo y reluciente, tocado por los efluvios de la brisa y por el secreto de la noche, mimoso y alegre, ajeno en apariencia “a la asechanza del olvido”.

La muerte y la oscura noche, con su imperecedero olor a miedo, como dos amigos inseparables que observan con atenta mirada las erráticas trayectorias de los muchachos felices, de las doncellas enamoradas, del poeta asombrado ante el cuerpo desnudo de la mujer, en medio de una ciudad implacable, vacía y silenciosa, habitada por sótanos y calles estrechas. Una ciudad ajustada a las normativas severas de los jueves, a la sombra errante de la tristeza y el dolor.
La calidad media de este poemario de Juan Gelabert es a todas luces alta. Hay poemas cuyos finales se nos atojan abruptos, pero otros rozan el asombro (véanse a este respecto “La desnudez sin jueves”, “Jueves de serpiente” o “Muerte en jueves”, por sólo citar tres ejemplos ilustrativos).
Representa Jueves la apuesta decidida de un poeta que se sabe dueño de un discurso atractivo, de una temática bien articulada y vertida en textos que demuestran una vez más que la poesía dominicana actual se desenvuelve con pasos firmes hacia un futuro promisorio. El camino, sin lugar a dudas, es aún largo, pero resulta reconfortante comprobar que existen poetas como Juan Gelabert, que persisten en la ardua brega de construir con palabras el misterio de la vida y del amor, la torre invicta de la poesía. Entra Juan Gelabert, por méritos propios, a la casa grande de la poesía dominicana del siglo XXI.

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CARLOS X. ARDAVÍN TRABANCO es profesor de literatura y cultura españolas en la Universidad de Trinity, San Antonio, Tejas. Es autor de los libros La pasión meditabunda. Ensayos de crítica literaria (2002), La transición a la democracia en la novela española (2006), Diccionario personal de literatura dominicana (2010) y La isla letrada (2011)

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